Yo sí creo en milagros

Opinión | septiembre 21, 2021 | 6:28 am.

Todos los años, durante los 5 primeros días del mes de diciembre, la Confederación Nacional de Autoescuelas Españolas (CNAE) celebra su asamblea anual, la cual va siendo rotada por las distintas ciudades del Reino de España. Varios países de Europa y Latinoamérica, entre ellos Venezuela, son invitados permanentes a estas reuniones. En el año 2000, el evento se realizó en el Principado de Asturias, ciudad de Gijón. En ese tiempo, yo ejercía la presidencia de la Federación Venezolana de Autoescuelas y Gestorías y la Vicepresidencia de la Confederación Internacional de Autoescuelas, en tal carácter, me correspondió encabezar la delegación venezolana que asistió al evento.

El sector de las autoescuelas en España es un órgano económico muy representativo porque -a diferencia de nuestro país- para optar al privilegio de tener una licencia de conducir, en cualesquiera de sus grados, previamente se debe haber cursado y aprobado un curso de manejo teórico-práctico en una autoescuela. No es de extrañar entonces que, las asambleas anuales de la CNAE sean unos eventos multitudinarios, los cuales, en algunos casos, como la del año 2000 debió rondar las 1.500 personas. Recuerdo que las jornadas de trabajo fueron intensas, solo matizadas con los infaltables y necesarios eventos lúdicos, los cuales en muchos casos se prolongaban hasta bien entrada la madrugada. El día en que estaba programada la visita al Santuario de la Virgen de Covadonga y a los lagos -a causa del desfase horario, a los trasnochos y al cansancio- los venezolanos nos despertamos tarde y cuando bajamos a la recepción del hotel, las unidades de transporte ya habían salido.

Al presenciar nuestra frustración, el personal del hotel nos sugirió que fuéramos a Oviedo donde funcionaba una línea de autobuses que cubría la ruta del santuario, donde quizás podríamos reunirnos con nuestros compañeros. Solo dos aceptamos la sugerencia y en un taxi recorrimos los 31 km que separan a ambas ciudades. En el terminal compramos el boleto para el autobús que salía a las 2pm. A esa hora abordamos la unidad y nos dispusimos a recorrer los casi 80 km de la travesía. Como todo transporte público el autobús iba dejando pasajeros por toda la ruta, por fin comenzamos el ascenso hacia las montañas por una sinuosa carretera. Calculaba yo que faltaría poco para llegar al santuario, cuando entre las curvas nos topamos con la larga hilera de autobuses de nuestra convención que ya venían de retorno, lo cual significó otro traspiés para nosotros.

Sin más alternativa, descendimos del autobús en la entrada del estacionamiento del santuario. Nos sorprendió el hecho de que el parqueadero estuviera semi desierto. Analizando las circunstancias, nuestra situación no era la más holgada: estábamos en un lugar inhóspito; no teníamos medio de transporte, no conocíamos a nadie, por lo tanto, no teníamos a quien recurrir; no teníamos teléfonos para comunicarnos y para colmo, estaba declinando la tarde. En pleno estacionamiento mi compañero y yo, nos miramos confundidos.

―Compay, ¿Se le ocurre algo que podamos hacer? ―pregunté yo.

―Yo lo que estoy es asustado, mi compay ―me respondió―. Creo que nos tocará pasar la noche en esta soledad.

―Pero ya que estamos aquí, por lo menos entremos al santuario para conocer la virgen y que sea lo que Dios quiera ―le propuse.

Entramos a la cueva, caminamos por una larga galería esculpida en la roca que desemboca directamente en el altar de la virgen. Al llegar frente al tabernáculo, con mucha fe y respeto, me arrodillé ante la virgen de Covadonga y fervientemente le imploré:

―Virgencita, socorre a tus siervos, ayúdanos a salir del problema en que nos encontramos. Como tú bien sabes, estamos en un país extraño y la poca gente que aquí se encuentra, nos mira con recelo. No tenemos donde guarecernos para pasar la noche y la temperatura se está acercando a los 0°C, por favor, Santa Madre de Dios, no nos abandones, ―Me puse de pie, no sin antes persignarme.

El compay y yo echamos a andar por el largo pasillo de retorno al estacionamiento. Íbamos cabizbajos y meditabundos, ensimismados en nuestras preocupaciones. Cuando llegamos al exterior, nos dimos cuenta de que, todos los vehículos se habían marchado, con excepción de un taxi que antes no estaba. Me acerqué al vehículo y casi que con angustia me dirigí al conductor:

―Buenas tardes señor, somos extranjeros, estamos desorientados y necesitamos salir de aquí ¿Usted podría ayudarnos?

―Buenas tardes, me gustaría poder echarles una mano, pero nuestros servicios deben ser solicitados telefónicamente a la empresa. Me encuentro aquí esperando a un pasajero que solicitó el servicio para ser recogido en el estacionamiento de Covadonga a las 6pm. Las instrucciones fueron recibidas a través del radio transmisor ―me respondió el taxista.

Nuestra última esperanza acababa de esfumarse en el aire. Le agradecimos al señor por su amabilidad y nos alejamos del vehículo. Creo que por la cara de tristeza que pusimos, el taxista se compadeció y nos dijo:

―Oigan, lo único que puedo hacer por ustedes es que, si nuestro solicitante no aparece en un lapso máximo de 20 minutos, me comunicaré con la central para reasignar el servicio.

Yo me quedé pensando: «¡Bueno! La esperanza es lo último que se pierde y que tal si de verdad el pasajero no aparece». Nos sentamos en el borde de la acera, sin que nos hubiéramos puesto de acuerdo, ambos teníamos los dedos cruzados, tratando de ligar que no apareciera el solicitante. Esos deben haber sido unos de los 20 minutos más largos de mi vida, pero al final, el peticionario no apareció y el taxista efectuó la reasignación.

Cuando bajamos de la montaña y entramos en la ciudad mas cercana, en este caso Cangas de Onís, nos encontramos con la agradable sorpresa de que, frente a uno de los restaurantes estaba estacionada la caravana de autobuses de nuestra convención y pudimos incorporarnos a la reunión y como compensación a todas nuestras tribulaciones, pudimos degustar el plato típico de la región: la Fabada Asturiana.

Quienes han visitado Covadonga, saben que es una zona donde el tránsito de vehículos y personas se circunscribe a los visitantes del Santuario de la “Santina” -así le llaman a esta virgen- o a visitar los lagos, Con esta información en mente, me hago las siguientes preguntas ¿Quién llamó a la línea de taxis para solicitar el servicio? ¿Por qué la central de taxis no efectuó la llamada de verificación que valida los servicios? ¿Por qué fijar un lugar tan remoto como punto de encuentro? Y por último ¿Por qué el solicitante del servicio no apareció, ni anuló la solicitud? Ustedes me dirán que, todos estos eventos fueron una serie de casualidades. Por mi parte, estoy convencido de que fue una gracia que nos concedió la virgen, ya que, la hora fijada para recibir el servicio del taxi coincidía, exactamente, con el momento en que yo estaba orando ante el tabernáculo.

Coordinador Nacional del Movimiento Político GENTE

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