En defensa de Tobías Carrero

Opinión | noviembre 29, 2019 | 6:18 am.

Quizás el título de este artículo sea chocante, pero está puesto así con toda intención.

Tengo mucho tiempo sin ver a Tobías Carrero, y no puedo contarme ni entre sus amigos, ni entre sus financiados políticos.

Sin embargo, tengo muy claro que las medidas de aseguramiento – más bien, robo- ordenadas por Cabello y Maduro contra él no son contra una persona ni contra sus empresas sino contra lo que representan ambas.

En el año 2011, mientras los magistrados del Tribunal Supremo de Justicia estiraban sus togas y mezclaban saludos con sus colegas; el presidente Hugo Chávez hizo su entrada a la Sala Plena del Máximo Tribunal de Justicia de la nación. Lo que pasaría minutos más tarde quedaría en las páginas de la vergüenza del país.

Cuando Chávez estuvo al lado de la presidenta del Tribunal Supremo, -la abogada Luisa Estella Morales-, todos los magistrados se dispusieron a gritar ante los canales de televisión que transmitían en directo: «Uh, Ah, Chávez no se va».

Ese espectáculo no sucedió ni en las repúblicas más atrasadas del Congo.

Chávez mantuvo una amplia sonrisa, su obra, estaba consumada: Los jueces eran sus perros de guerra.

Después de que los aplausos cesaron, el magistrado Vega Torrealba dijo en su discurso que –a su parecer- estábamos ante una nueva justicia, la justicia socialista, y dejó muy claro que la justicia chavista suponía una confrontación con el «enemigo del socialismo».

Esos enemigos eran los empresarios, y todos los ciudadanos de que defendían la propiedad, la libre empresa, la globalización y la libertad económica.

Esta definición puede explicar por qué durante la era del chavismo en Venezuela las cárceles se han colmado de banqueros, políticos, empresarios, periodistas y estudiantes, como recoge en su obra «El Estado inconstitucional» el brillante venezolano, Asdrúbal Aguiar.

Cuando el magistrado Torrealba dijo, sin aparente vergüenza, que así como las constituciones monárquicas defienden la corona, así mismo el poder judicial defendería al gobierno socialista de sus enemigos; ese día estaba sentenciado Tobias cómo está sentenciado Farías, Lorenzo Mendoza, los Dao, y quien sea que represente la libre empresa, la propiedad y la libertad de asociación, pues ya no son derechos sino una afrenta al régimen chavista.

Igor Muller, el autor de «Juristas del Horror» seguramente creyó haberlo visto todo en la Alemania nazi. No conoció la Venezuela de los rojos del chavismo.

Todos los que tienen poder político absoluto, todos los gobiernos, todos los reyes, todos los regímenes republicanos han mirado con recelo la propiedad privada, pero pocos lo han confesado en los términos expresados por el ex magistrado Vega Torrealba.

Controlarlo todo, no dejar ningún espacio en que las cosas pueden desenvolverse libremente sin la intervención de la autoridad, es un fin del totalitarismo. Para el totalitarismo, la propiedad privada y la liber- tad, representan un obstáculo en su camino. La libertad económica, y la propiedad privada crea una esfera en la que el individuo está libre de la interferencia del Estado.

El juez Louis Brandeis decía: «La experiencia nos debería enseñar a ponernos en guardia para proteger la libertad cuando las intervenciones del gobierno parecen ser beneficiosas. Los hombres nacidos para la libertad estarían alertas para repeler la agresión de esa libertad por parte de dirigentes malintencionados. Los mayores peligros para la libertad se esconden en la insidiosa usurpación que llevan a cabo hombres bienintencionados, pero celosos en exceso, y de escasas luces» (Caso Olmtead Versus United States, 277 US 479-1928).

Tanto Adam Smith como Tomas Jefferson entendieron que el poder concentrado en el gobierno era un peligro para el ciudadano común; consideraron la protección del ciudadano contra la tiranía del gobierno como una necesidad permanente. Este fue el objetivo de la Declaración de Derechos de Virginia (1776) y de la Carta de Derechos de los Estados Unidos (1791), así como el propósito de la separación de poderes en la constitución de los Estados Unidos.

Esa fue también la fuerza que impulsó los cambios en la estructura legal británica desde la promulgación de la Carta Magna, en el siglo XIII hasta finales del siglo XIX. Para Smith y Jefferson, el papel del gobierno era el de árbitro, no el de un jugador abusivo.

Lo que sucede hoy con la abusiva intervención de bienes de Tobias Carrero, empezó cuando Hugo Chávez envió un disparatada carta a la entonces presidenta de la Corte Suprema de Justicia, Cecilia Sosa Gómez.

Después de evocar una «fuerza de las masas», «al universo consciente» y mezclar a Marx con Cristo, Hugo Chávez reveló que los venezolanos no habían elegido a un presidente sino a un destructor del Estado: «Tengo que recordarle a la honorabilísima Corte Suprema de Justicia, la exclu- sividad presidencial en la conducción del Estado». Así anunciaba, su tesis increíble del poder: «El Estado soy yo».

Aunque debía producirse, al contrario, ni una sola voz de protesta se escuchó ante los chiflados raciocinios de este loco que ahora era presidente. Y esa concepción que convertía al Estado en un aliviadero de las pasiones de un destructor acabó destruyendo el verdadero objeto del Estado.

No es contra Tobias, es contra la empresa privada, el único y verdadero enemigo del modelo de Nicolas y Cabello.

Es robo.

Es saqueo que ya consiguió en diciembre de 2016 su oportunidad de revelar su rostro sin antifaces. Entonces, una turba comandada por el jefe del gobierno encarceló a los dueños de la empresa Kreisel, y saqueó sus establecimientos. La justificación del socialista representante del régimen, William Contreras, fue que «Esta empresa estafó a la Republica (…) y está violando el derecho al acceso de los juguetes que tienen los niños y niñas de la patria» (Diario 2001, 11 de diciembre de 2016, p. 15).

No existe tal cosa como el derecho al acceso a los juguetes. Como no existe el derecho al sexo, el derecho al robo, ni el derecho al saqueo. Todo es una patraña de un Estado delincuente que considera a los empresarios sus enemigos.